Lo menos relevante de un mundial de fútbol es la sede que lo organiza. Salvo que haya grandes diferencias geográficas, todo es igual porque la FIFA ha logrado con éxito ser una república independiente. Así, poco importa si estás en Fráncfort o en Durban, en Cuiabá o en Ekaterimburgo, todo es igual dentro de la burbuja. Los estadios y los campos de entrenamientos; las salas de prensa, los palcos para los reporteros, las cafeterías, los salones donde se hacen las entrevistas después de los partidos. Todo está diseñado de manera idéntica y decorado hasta el hartazgo con los logos de las marcas patrocinadoras para que no se nos olvide quién pone el dinero.
Porque dinero es el nombre del juego, por eso este mundial se hace en un lugar exótico en medio de la temporada europea y en menos días de lo habitual. El más leve contratiempo y recibimos al Niño Dios en medio de la final. El punto es que lo primero que aprendí de cubrir mundiales fue que la escenografía siempre es la misma, como esos cuadros de dibujos animados que se repiten una y otra vez. Eso nos hace sentir seguros, pero al mismo tiempo es aburrido. Lo supe cuando llegué a ver mi tercer partido mundialista, Serbia vs. Holanda en Leipzig, y vi que había recorrido seis horas en tren para ver en el estadio y los alrededores lo mismo que me había tocado presenciar días antes, tanto en Gelsenkirchen como en Dortmund.
Pero suena a que cubrir un mundial es aburridísimo, y ni cerca. El ritmo es tan frenético que no sabes qué día es y hasta se te olvida comer. Y del mes largo que estás en el país que lo organiza conoces muy poco, si acaso tienes tres días para turistear, porque de resto es una rutina en la que dormir es lo menos importante. Ver fútbol, ir a entrenamientos y ruedas de prensa, hacer notas y subirte en lo que sea para irte al siguiente partido; esa es la dinámica. Al final del torneo quieres llorar, pero estás feliz. Feliz por la experiencia, pero también porque vuelves a casa a dormir en una cama que ya tienes domada.
Agite a un lado, lo que más recuerdo es esa sensación de entrar al estadio semivacío después de haber recorrido media ciudad (o medio país), acomodarme en la tribuna de prensa y ver esa cancha perfecta, convertida en un claroscuro por el sol que cae sobre ella, mientras los jugadores calientan y la hinchada hace fila afuera para ingresar. No conozco una mejor definición de tensa calma que esa. Horas después, veintidós hombres se estarán jugando poco menos que la vida, pero mientras tanto, todo es paz. Y tú estás ahí, como en la comodidad de tu casa, solo que mejor, siendo testigo de la historia y preguntándote qué hiciste para merecer eso. ¿Por qué en un mundo con más de siete mil millones de personas tienes tú la fortuna de estar en uno de los menos de mil palcos de prensa listo para informar lo que ocurre, sí, pero también para ver fútbol en el mayor teatro del planeta como si fueras un seguidor más?
Lograrlo no es fácil, tampoco es barato. Muchas personas mueren por ver un mundial, ya no digamos cubrirlo, pero pocas lo logran porque no es solo un tema de plata, también es de ganas, de perseverancia y pelarse la cara. Hay que pasar propuestas, conseguir patrocinio, reunir dinero, hacer reservaciones, armar itinerarios, sacar permisos y visas. Y como esto no es Mad Men, donde cada ejecutivo tenía su propia secretaria, toca hacerlo sin ayudas. Y una vez tienes el dinero que has conseguido, hay que saber administrarlo porque lo que no se puede hacer es prometer una cosa y no cumplirla. Por eso no solo hay que cobrar de acuerdo al plan de cubrimiento que se tenga, sino cumplirlo con toda la seriedad del caso.
Está el empleado de un medio que dedica las cuatro semanas a una sola rutina: entrevistar hinchas, narrar partidos o subir videos; pero cuando se es freelance, uno hace eso y más. Entonces no es solo hacer entrevistas, hablar con los fanáticos, comentar juegos, tomar fotos y subir videos, sino cubrir todo lo que alrededor de la copa se genere, que no es poco. En 2014, por ejemplo, me metí en las marchas de brasileños que protestaban contra la corrupción de la FIFA, y en 2010 salí de Johannesburgo al acuario de Oberhausen, hogar por ese entonces del pulpo Paul, el famoso molusco que vaticinaba el resultado de los partidos, a ver cómo vivía. Lo bueno es que los mundiales son fuentes inagotables de historias; los partidos duran noventa minutos, pero son apenas la punta del iceberg porque la información no para.
Lo otro es que te encuentras con medio planeta, y no hablo de cantidad sino del nivel de los personajes. Desde el presidente de la FIFA hasta Maradona, todo el que es alguien en el mundo del fútbol o en el mundo a secas, está en el lugar de los hechos. A Zidane, inalcanzable como jugador, lo entrevisté ya retirado en 2010; lo mismo en su momento con Roger Milla, Gerd Muller, Peter Cech, Iván Zamorano y Mauro Camoranesi. Con más dificultad hablé con Wanderley Luxemburgo, Arsene Wenger y Mauricio Pellegrini. La clave es caerles rápido para agarrarlos frescos, porque una vez los demás periodistas se dan cuenta de la presencia de una celebridad de esas, caen como moscas hasta asfixiarla.
Así descubrí que no solo me estaba codeando con lo mejor (o lo peor) del fútbol, sino que tengo buen ojo para los héroes menores, por llamarlos de alguna manera. En 2006 me emocioné montones cuando me crucé con Guy Roux, entrenador del Auxerre durante cuarenta y cuatro años, una marca impensable hoy. Andaba medio perdido en una sala de prensa, con un sánguche en la mano, y mientras nadie se percataba de su presencia yo me le acerqué para balbucear algunas palabras con él, así fuera en idiomas diferentes. En 2014 fue lo mismo con Gustavo Poyet, uruguayo que por entonces entrenaba en primera al Sunderland de Inglaterra. Es una técnica que me ha servido mucho porque en un mundial todos van detrás de los peces gordos, pero muchas veces las grandes historias te las dan los nombres menos ilustres.
Durante cuatro mundiales he dormido en hoteles de mediano lujo, en hostales repletos y en apartamentos alquilados; también en trenes, aviones y en carros. He andado en patota con compañeros de oficio y también por mi cuenta, y puedo decir que, aunque estar acompañado tiene sus ventajas porque entre colegas no nos dejamos morir, recorrer un país extraño en completa soledad es de lo mejor que me ha pasado. Así he podido conocer al azar gente de todas partes del mundo. Desde una hincha canadiense con la que viajé de Fráncfort a Ámsterdam, hasta un periodista noruego con quien hablé durante más de media hora sobre Odegaard porque por ese entonces Haaland no sonaba, y el volante, en esa época en el Real Madrid, era la joya de su país.
Pasa uno por todos los estados durante los mundiales, e ir del júbilo al desespero es más fácil de lo que se cree. Eso sí, nada como el primer mundial al que se asiste. En 2018 me crucé con Macaya Márquez, una leyenda viviente del periodismo deportivo, y estuvo bien, pero nada del otro mundo teniendo en cuenta lo que cuatro campeonatos me han hecho vivir. En Colonia en 2006, en cambio, vi a Brian Glanville y le pedí una foto y un autógrafo. Nunca se lo dije, pero fue por él que terminé yendo a los mundiales.
Considerado la biblia del fútbol, e incluso el mejor escritor de este deporte que haya existido, asistió sin parar a todos los torneos desde 1958 hasta que por su edad ya no pudo más; creo que paró en 2010 o en 2014. Yo tenía ocho años cuando supe de él y desde entonces me propuse asistir aunque fuera a uno. Sonaba a promesa ligera que se hace un niño, pero terminé cumpliéndola. Y aunque ir a Qatar me resultó imposible, en 2026 retomaré hasta que el cuerpo me diga basta, porque una vez te subes al tren del mundial, no te quieres bajar más.
ADOLFO ZABLEH DURÁN es Comunicador Social de la Universidad Javeriana (Colombia) y ha trabajado desde 1997 en medios impresos, televisión, radio e internet como Señal Colombia, Caracol Radio, Javeriana Estéreo, El Tiempo, El Espectador, Revista Soho, Terra, Revista Diners, Revista Credencial, Publimetro y revista Rolling Stone, entre otros. Es columnista, asesor, escritor e investigador de artículos, crónicas e historias de diversos tipos de temas, publicados en varios medios nacionales e internacionales.
Adolfo ha sido corresponsal acreditado por la FIFA para los mundiales de fútbol de mayores de 2006, 2010, 2014 y 2018, y para el mundial juvenil 2011. Fue editor del portal Futbolred.com entre 2001 y 2006, colaborador de la revista Fútbol Total entre 2003 y 2011, autor del libro Amor a la camiseta (Editorial Planeta, 2018) y del especial Los héroes de la Copa de Oro (Univisión, 2017). Fue autor de especiales y artículos de fútbol para Revista Semana entre 2006 y 2014 y para la Revista Soho entre 2006 y 2018. Ha escrito los libros Todos tenemos una historia que olvidar (Editorial Planeta, 2016) y Paraísos en el mar (Editorial Rey Naranjo, 2021).